Por Wolfgang Giegerich, 2001.
Artículo publicado en Technology and the Soul. From
the Nuclear Bomb to the World Wide Web. Collected English Papers, vol. 2,
Spring Journals, 2007.
Traducción de L. Árvarez. Revisión
de Helena HD y Abica.
Con gratitud al pensador por permitir la traducción y publicación de este artículo.
Con gratitud al pensador por permitir la traducción y publicación de este artículo.
Es obvio que el aparato de
televisión es una máquina técnica y que la invención de la televisión es un
maravilloso logro de la ingeniería. Pero no quiero hablar de tecnología. Quiero
proponer hoy la extraña idea de que la televisión, como institución social, es
también una máquina psicológica. No es usual mirar a un fenómeno como el
de la televisión psicológicamente, así que sería necesario explicar qué puede
querer decir "psicológico" en este contexto. En el tiempo disponible,
no puedo ofrecer una explicación completa, pero espero que en el curso de mi
discusión quede claro, al menos en términos generales y a través de este mismo
ejemplo, de qué trata y de qué no trata el acercamiento psicológico a tal
fenómeno.
A principios de siglo, David
Sarnoff, de origen ruso y de la RCA, Radio Corporation of America, fue
clave en el desarrollo de la radio como un medio de masas construido entorno a
una red, y más tarde hizo lo mismo para la televisión. Hace unos 60 años, en la
Exposición Universal de 1939, dio el pistoletazo de salida a la televisión.
"Ahora", dijo a la muchedumbre de primeros telespectadores,
"ahora añadimos imagen al sonido. Es con gran humildad que vengo a
anunciarles el nacimiento en este país de un nuevo arte tan importante en sus
implicaciones que está destinado a afectar a toda la sociedad. Es un arte que
brilla como una antorcha de esperanza en un mundo convulso. Es una fuerza
creativa que debemos utilizar para el beneficio de toda la humanidad. Este
milagro de la habilidad técnica que un día traerá el mundo al hogar también
trae una nueva industria americana para servir al bienestar del hombre".
Así, la televisión no sólo fue alabada como un milagro de la ingeniería,
también se esperaba de ella que fuera una fuerza creativa, un arte, y que
brillase como una antorcha de esperanza en un tiempo en el que América había
sufrido durante años su peor depresión y la Segunda Guerra Mundial era
inminente. Cuando a finales de la década de los 40 y durante los 50 la
televisión realmente empezó a extenderse entre la población la esperanza
generalizada que se originó fue que tenía un efecto educacional y civilizador
fantástico, que daría lugar una difusión del conocimiento entre toda la
humanidad y un aumento del nivel de información de la sociedad.
Pero desde el comienzo de la
televisión ha habido también otras voces, voces críticas que alertaban en
contra de la televisión y a veces, incluso, la condenaban, culpándola de la
destrucción de la tradición, la moral y la vida familiar, y también
especialmente del declive de la cultura y de la educación superior. En algunos
casos extremos, la gente ha llegado hasta a demonizarla, arguyendo que es uno
de los factores en nuestro mundo moderno que causará el fin del mundo, como
parece ser el caso de Li Hongzhi, el líder de la gran secta china Falun-Gong,
que ha sido noticia recientemente por sus grandes manifestaciones en Beijing.
Cuando las consideraciones
difieren tanto, yendo desde la demonización a la glorificación, desde los
temores al fin del mundo hasta las expectativas de un enorme beneficio para
toda la humanidad, parece sabio quedarse en medio de esos dos extremos. Esto se
puede conseguir viendo la televisión sólo como un instrumento técnico. Como con
cualquier instrumento, todo depende del uso que uno haga de él. De la misma
forma que un cuchillo en manos de un cirujano o de un asesino puede salvar o
cobrarse una vida, la televisión puede emitir programas educativos de alta calidad
o los programas más tontos, más violentos o más pornográficos; y como
televidente, uno puede sentarse delante del televisor la mayor parte de su
tiempo libre o ser muy selectivo y responsable sobre cuán a menudo lo hace y
qué programas ve. Desde este punto de vista, que la televisión sea buena o mala
depende únicamente del uso o abuso que tanto las cadenas de televisión como el
usuario individual hagan de ella. La televisión en sí no es ni buena ni mala.
Pero tal visión es,
probablemente, un poco ingenua. Procede de la asunción de que las emisoras y
sus directores de programación por un lado, así como la gente como espectadores
por el otro, son libres acerca del uso que hacen de la televisión. Pero, ¿son
libres? ¿Está realmente en manos de los individuos el decidir? ¿No se ha
transformado la institución que conocemos con el nombre de televisión en una
poderosa fuerza que, en gran medida, nos hace hacer lo que quiere que hagamos?
Los directores de programación no son completamente libres. Están bajo una inmensa
presión. Dependen de los índices de audiencia que obtienen sus producciones. Si
lo que producen no alcanza los máximos de audiencia o al menos una audiencia
suficiente, pierden su trabajo. Me imagino que a más de un director de
programación le encantaría producir programas mejores y de más nivel, pero
tienen las manos atadas. Tienen que obedecer a su amo supremo: los índices de
audiencia. ¿Y la audiencia? ¿Es libre? Un pequeño porcentaje de la población
ciertamente siempre será relativamente independiente de la televisión, pero la
inmensa mayoría está bajo su hechizo. La televisión es seductora, más que eso:
es formadora de hábitos, adictiva como una droga.
Si uno tiene todo esto en
cuenta, es absolutamente ilusorio pensar que sermonear a la gente para que haga
un buen uso de la televisión y para que evite los malos programas y se abstenga
de ver la televisión de forma indiscriminada y constante serviría de algo. Leí
un estudio estadístico según el cual el pasado invierno la familia media
americana miró la tele durante más de 50 horas a la semana. Con la televisión,
algo ha venido al mundo con su propia y casi autónoma dinámica, su propia
inercia, y nadie es suficientemente poderoso para detener su curso y
probablemente tampoco para simplemente derivar ese curso en una dirección de
algún modo mejor. No, con la idea de que la televisión es un instrumento
técnico neutral que podemos usar como queramos, de forma beneficiosa o
perjudicial, en otras palabras, que el uso o abuso de la televisión depende
sólamente de nosotros, los humanos, con esta idea la televisión queda
subestimada, subdeterminada. Hay prácticamente un aparato de televisión en cada
hogar. La institución de la televisión es un aspecto de la vida diaria,
completamente familiar, casi desapercibida para nosotros. La televisión está en
todas partes. Pero lo que necesita ser reconocido es que esta parte de nuestra
vida diaria familiar y aparentemente inofensiva es una realidad misteriosa.
Debemos respetarla. Es cierto, los humanos fabrican los aparatos televisivos y
hacen los programas de televisión, pero lo contrario también es cierto: que los
creadores de televisión están ellos mismos sujetos por este curioso fenómeno
que, aparentemente, ellos están creando. Es más grande que ellos.
He dicho que probablemente
era ingenuo ver la televisión sólo como un instrumento técnico neutro. Hay otra
forma de ingenuidad acerca de la televisión que se muestra especialmente en
conexión con el gran problema creciente de la plaga de violencia en la sociedad
actual. Cuando se producen asesinatos tan irracionales e incomprensibles como
el que tuvo lugar hace poco en un colegio de Littleton, Colorado, donde dos
adolescentes mataron a varios de sus compañeros de clase y a un profesor sin
motivo aparente (1), a menudo se oye que la televisión tiene la
culpa. Por supuesto si como George Gerbner de la Universidad de Pensilvania
afirma hay un promedio de 20 actos de violencia por hora en los programas de
televisión que ven los niños y cuando consideramos que al llegar a los 10 años,
más o menos, los niños han visto a menudo varios miles de asesinatos en la
televisión, es muy difícil no ver una conexión entre la creciente
predisposición de los jóvenes a recurrir a la violencia y la televisión. Pero
es ingenuo pensar que la violencia viene de esos programas y que si simplemente
la televisión se "purgara", por decirlo de algún modo, si quedara
libre de escenas de brutalidad, entonces no tendríamos nuestros problemas
actuales con la violencia en las escuelas y entre las pandillas de jóvenes así
como por parte de niños individualmente. Y a parte del hecho de que es un poco
ingenuo intentar explicar el inquietante fenómeno de la violencia infantil en
términos de su directo condicionamiento por aquello que ven, tal
explicación no sería de ningún modo psicológica, tal y como yo entiendo la
psicología. Esta explicación únicamente atendería a lo que ocurre en la
superficie o a un nivel empírico y a lo que la televisión hace directamente a
la ego-personalidad. El interés de la psicología, por contra, es lo que la
televisión le hace al alma. "Alma", aquí, es una expresión mitológica
para designar lo que se llamaría el modo o la lógica de nuestro
ser-en-el-mundo.
La lógica de nuestro ser-en-el-mundo
no es nada que le pertenezca al individuo. Al contrario, los individuos
participan del modo de ser-en-el-mundo que predomina en un tiempo determinado.
Por lo tanto, si queremos entender cómo la televisión afecta al alma no debemos
atender al individuo, a lo que hace y siente, a cómo y por qué mira la
televisión, etc. No podríamos, por ejemplo, diseñar un cuestionario y esperar
de esta forma encontrar la respuesta a nuestra pregunta porque siempre sería la
personalidad empírica o superficial, el ego del individuo, quien rellenaría
dicho cuestionario. No queremos saber lo que él o ella piensan, sino lo que el
alma piensa y experimenta. Esto es aún más importante en la medida que existen
grandes diferencias individuales en la manera en que la gente usa y reacciona
ante la televisión. Algunos no miran la televisión en absoluto, otros lo hacen
indiscriminadamente. Estas diferencias individuales serían importantes para una
investigación empírica. Para un estudio psicológico no lo son, porque que yo vea
mucho la televisión o no lo haga en absoluto o lo que sienta o cómo reaccione
no es importante para esta visión. Si, como digo, la televisión es una máquina
psicológica, un aparato que trabaja en la transformación de nuestro
ser-en-el-mundo lenta pero insistentemente, en la transformación de la
constitución lógica de la consciencia, sin duda, incluso en la transformación
de la misma idea de Verdad y Realidad en sí mismas, entonces no puedo quedar al
margen de los efectos de la televisión, aunque ni siquiera posea un aparato de
televisión, de la misma manera que no puedo quedar al margen del Zeitgeist
(en alemán: el espíritu, actitud, o aspecto general de un momento o periodo
específico). Aquello en lo que está trabajando la televisión nos afectará a
todos porque afecta al carácter del mundo en el que vivimos.
Esto es todavía más cierto en
tanto en cuanto la televisión no es un fenómeno aislado. Su invención no es
accidental y, como tal, una ocurrencia casual. Más bien, es un desarrollo de la
civilización occidental a gran escala y está, de esta forma, profundamente
enraizada en un contexto más amplio y sustentada por muchas, muchas otras
facetas de la vida moderna. Así, es la expresión de un cierto dinamismo de la
misma civilización occidental. Si no fuese así, la televisión no tendría tanto
éxito. Puede tener éxito porque responde a una necesidad, una necesidad no
simplemente inherente en la naturaleza de la gente, sino una necesidad producida
por la lógica de la situación moderna. La televisión es a la vez una expresión
simbólica de la cultura moderna y la máquina que impulsa esa cultura más
allá en su propio curso, el curso hacia su telos inherente. Decir que la
televisión es una máquina psicológica implica que sus efectos no son
colaterales, sino intencionados. Por supuesto, no intencionados por determinada
gente que haga de la televisión su propósito subjetivo, sino
"intencionados" por la dinámica inherente en la lógica objetiva de
este misterioso fenómeno llamado televisión.
Después de la Segunda Guerra
Mundial, cuando las atrocidades cometidas por la Alemania Nazi fueron
completamente destapadas y las fuerzas de ocupación quisieron iniciar un
programa de reeducación, algunos educadores americanos sugirieron que se
prohibieran muchos de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm por contener
escenas tan violentas como la de un lobo devorando a una abuela y a Caperucita
Roja. La idea parecía ser que si los niños pequeños son expuestos a escenas de
crueldad a una edad impresionable, esto plantaría en ellos la semilla de una
actitud cruel y violenta más adelante. La imagen subyacente del hombre en esta
línea de razonamiento es la de una máquina que reacciona predeciblemente porque
sólo puede reaccionar de una forma. Pero no es así, de todas formas, como es
realmente la gente. Incluso un niño pequeño tiene la capacidad humana, no sólo
de reaccionar en una relación inmediata de uno-a-uno por estímulo y reacción,
sino de responder, de dar su propia respuesta. Una respuesta
humana es diferente a una simple reacción en que es creativa, es decir, no
puede ser entendida en términos de una relación simple de causa-y-efecto. En
una verdadera respuesta hay un elemento de libertad. Como tal, la respuesta no
es totalmente predecible. En terapia, a menudo parece que en la sesión actual
realmente hemos llegado al núcleo del problema y que esta sesión probablemente
va a significar un punto de inflexión. Pero a pesar de que el paciente parezca
muy implicado y conmovido también durante la sesión, el futuro acaba mostrando
que las revelaciones obtenidas no acaban teniendo en absoluto un impacto tan
grande como parecía. Y en otras ocasiones, me sorprende oír de un paciente que
un comentario casual que hice en alguna sesión anterior y que ni siquiera
recuerdo haber dicho, le chocó y le conmovió profundamente y tuvo en él un
efecto duradero. Lo que intento sugerir es que los efectos de la televisión
tampoco deben ser tratados a nivel de contenidos, a nivel de lo que se puede
ver en la superficie. En particular, la pregunta de por qué los jóvenes pueden
llegar a cometer actos tan indignantes y asombrosos como el de la masacre de
hace dos meses por parte de los dos estudiantes del colegio de Littleton no se
puede responder con explicaciones monocausales. Por qué los niños recurren a la
violencia radical es una pregunta compleja y con muchas facetas. Y si la
televisión es una realidad verdaderamente misteriosa, como he sugerido, nos
afecta en un nivel mucho más profundo y fundamental que el de los contenidos
particulares de los programas que miramos.
Por supuesto, con esto no
estoy negando que la televisión también nos influencie en el nivel
superficial de los contenidos. Obviamente, el exceso de imágenes de violencia
tienen a la larga algún tipo de efecto. Obviamente, nuestra percepción del
mundo, nuestras ideas, incluso nuestros hábitos del día a día en general están
condicionados y son construidos poco a poco por la manera en que nos son
presentadas las noticias y otros temas. Dependiendo de la manera en que la
televisión cubra lo que sucede, la gente de Yugoslavia, en Serbia, por ejemplo,
probablemente perciban los bombardeos de la OTAN de forma muy diferente a la
gente de otras partes del mundo que tenga acceso a un tipo de noticias
televisivas muy diferentes. Pero esta influencia es del mismo tipo que la
influencia de la comunicación corriente en una sociedad, la comunicación en
forma de rumor, como la de algunos diarios, libros, etc. Simplemente es más
poderosa. De todas maneras, existe un efecto de la televisión que no es el efecto
de cómo sea usada, de qué contenidos se escojan y de cómo se presenten, sino
que está enraizado en la naturaleza o estructura de la televisión como tal,
como el medio peculiar que ello es. Y este es el aspecto al que hoy quiero
prestar atención. Por lo tanto, si la televisión es uno de los factores que
contribuyen al aumento de los crímenes violentos cometidos por jóvenes,
entonces debería encontrar el problema, no en lo que de forma obvia aparece en
nuestros televisores, sino en el mismo fenómeno de la televisión.
La televisión es un logro
tecnológico magnífico. Pero es mucho más que una máquina técnica que
sirve para difundir información y proporcionar entretenimiento. Como he dicho,
es por encima de todo también una máquina psicológica, un aparato para transformar
nuestro modo de ser-en-el-mundo de forma lenta pero persistente, para
transformar la constitución lógica de la consciencia, sin duda, incluso para
transformar la idea de Verdad y de Realidad en sí mismas. Como tal, nos
transforma a todos nosotros, porque no nos transforma simplemente a nosotros.
Transforma a la sociedad o incluso a la humanidad a gran escala: en la lógica
prevaleciente. Hace su trabajo sin importar si yo como individuo decido no ver
la televisión o ver sólo programas escogidos cuidadosamente. Todos somos hijos
de nuestro tiempo y nuestra sociedad. Lo que está sucediendo en nuestro tiempo
en un nivel profundo nos afectará tarde o temprano a todos, incluso aunque
personalmente tratemos de resistirnos a ciertos cambios que experimentamos como
malos y tratemos de defender viejos valores y formas de vida tradicionales.
Aquello en lo que la televisión como máquina psicológica está empleándose nos
afectará a todos porque afecta al carácter del mundo en el que vivimos.
Para poder ver cómo la
televisión afecta al alma, voy a exponer algunos de sus rasgos fundamentales.
El primero es uno al que ya se ha aludido: su capacidad de seducción. No es
como otras máquinas, que esperan silenciosa y pasivamente a ser encendidas. Más
bien, si observamos cómo la televisión afecta de hecho a la gente, es casi como
si estuviera viva, como un ser animado que activamente nos pide algo, que
quiere ser encendida. Mucha gente, al llegar a casa, lo primero que hace es
encender la televisión, no porque tengan la intención de ver este o aquel
programa en particular, sino por rutina, de forma automática. Si tienes una
mascota, p.ej., un perro, tienes que alimentarlo y sacarlo a pasear cada día.
Te demanda eso. La televisión, obviamente, no necesita paseos ni comida, pero
de alguna manera también parece que nos demanda algo. La "comida" que
nos pide es simplemente que la encendamos. Es como si una cierta insistencia
exudara de ella hacia nosotros. La televisión busca a la gente, la atrapa, y
llega a ella inconscientemente, dejando de lado su centro de toma de
decisiones. Visto desde fuera, es la persona quien enciende la televisión. Pero
si uno piensa realmente cuál es la relación entre televisión y ser humano uno
casi podría decir que en realidad, psicológica o lógicamente, es la persona la
que tiene que ofrecerse a la televisión. Los telespectadores pueden verse casi
como un complemento o un apéndice de la televisión más que de la otra forma, el
televisor como una extensión de nuestra capacidad de ver el mundo. Si es así,
uno podría hasta diagnosticar lo contrario y ver que dentro de esta relación
como tal, el telespectador se ha convertido involuntariamente en la verdadera
máquina, mientras que la televisión tiene el estatus de personalidad, de
subjetividad. La institución llamada televisión nos está usando, y no nosotros
a ella.
Esto, por supuesto, es
necesario si la televisión como máquina psicológica tiene que hacer su trabajo.
Si la televisión tiene que alcanzar su objetivo de transformación efectiva, el
hombre tiene que estar completamente bajo el control de esta máquina como si
fuera una pieza más. Las apariencias engañan. Parece que las personas fuesen
más grandes que la televisión y que ésta fuese un objeto relativamente pequeño
enfrente de ellas. Pero en realidad, la televisión es mucho más grande; así, nosotros
estamos aparentemente mirándola a ella, en realidad está alrededor
nuestro y hablando metafóricamente, estamos sentados dentro del aparato
de televisión. ¿Por qué? Porque nos engulle y nos abarca, no como cuerpos
obviamente, sino a nosotros como naturaleza humana, a la esencia de nuestro
ser. He dicho que las apariencias engañan. Esto es así porque las apariencias
tienen que ver sólo con el aspecto externo y físico de la realidad, con
nosotros como cuerpos en el espacio. Pero tenemos que pensar lo que realmente
acontece, y esto no es lo que pasa físicamente en el espacio. Es lo que le
ocurre psicológica o lógicamente a la consciencia, a la psique, a la lógica de
nuestra existencia.
Si, por ejemplo, en los
Estados Unidos, tal como muestra un sondeo estadístico, la familia tipo pasó
más de 50 horas a la semana frente al televisor el pasado invierno, podemos ver
cómo la televisión ha engullido, de alguna manera, casi todo el tiempo libre,
los restos de tiempo después de quitar el tiempo de trabajo y de sueño. Por
decirlo así, ha atraído hacia sí la vida privada de la gente. Con respecto al
tiempo, la televisión actúa casi como un Agujero Negro. Por supuesto, este
hecho se refiere únicamente al aspecto externo y literal, a la manera en que la
gente pasa el tiempo. Pero este hecho externo puede servirnos como imagen o símbolo
de la capacidad psicológicamente engullidora de la televisión.
Imaginen, millones y millones
de personas alrededor del mundo pasan cada día buena parte de su tiempo viendo
la televisión. Y no sólo lo hacen como una rutina práctica y técnica, como
cuando uno se lava los dientes, por ejemplo. No. Hay, por supuesto, una cierta
cantidad de participación interior; el alma se abre hacia las imágenes o los
mensajes que vienen de dentro del televisor. Es casi como si mirar la
televisión hubiese sustituido lo que antes fueron las plegarias diarias de la
gente.
Aquí es necesario introducir
una observación psicológica importante. Si uno se dedica a algo, a algún
objeto, el tiempo suficiente y con cierto grado de intensidad, ese objeto
volverá lentamente a casa de uno, entrará en la mente, informando su manera
de pensar y experimentar. Los objetos y utensilios fabricados por el hombre que
usamos, las cosas de las que nos rodeamos tienden, a la larga, a asimilar
nuestra consciencia. O sea, la lógica invertida en esos objetos
reacciona en la constitución lógica de la consciencia, la afecta
inadvertidamente o la infecta, de modo que lo que en principio era sólo un
objeto o contenido de la consciencia se revela al final como la estructura o la
forma lógica de la consciencia misma. Todos conocemos este fenómeno a partir de
nuestras experiencias de aprendizaje. Para el principiante, todo lo que hay en
el nuevo campo de conocimiento es simplemente un contenido nuevo a ser
memorizado. Pero después de un tiempo, esos contenidos habrán sido absorbidos,
y ahora la conciencia podrá pensar en términos de ese campo; lo que
antes eran contenidos se han vuelto categorías de la manera más madura
de mirar a las cosas del principiante.
Aplicado a nuestro tema, esto
significa que si un inmenso número de gente en el mundo mira la televisión de
forma regular durante un rato cada día, es inevitable que la lógica de la
televisión reaccione sobre la constitución lógica de la consciencia, y asimile
dicha consciencia a sí misma. Cuidado, no estoy hablando del efecto nocivo de
programas en particular o de los contenidos específicos de la
televisión, en otras palabras, de lo que uno ve (p.ej., escenas de
violencia). Estoy hablando de la asimilación al fenómeno de mirar la
televisión como tal, independientemente de los programas que se emitan;
figurativamente hablando la asimilación al aparato de televisión mismo. Esta es
la razón por la cual he podido referirme más arriba a la televisión como
máquina psicológica.
Antes de que podamos pasar a
un examen de cómo funciona esta máquina psicológica y cuál es la dirección en
la que transforma la constitución lógica de la consciencia, tengo que hacer una
advertencia. Lo que voy a decir puede sonar a menudo como un desprecio, incluso
como una condena a la televisión. Sin duda puede sonar así, pero tomarlo como
tal sería una equivocación. Es vital intentar mirar el fenómeno de forma
desapasionada e incluso apreciarlo por lo que es, aún si algunas de sus
características nos pueden parecer negativas. La tarea aquí es comprender, no
evaluar o lamentar. Esto no es un ejercicio de pesimismo cultural, pero tampoco
de optimismo en una ideología de progreso. Es un intento de analizar y
entender. Así que si, a pesar de todo, muchas de las afirmaciones que haré
parecen propiciar una respuesta negativa, una respuesta en forma de rechazo,
esto me impone el deber mientras hablo y también os impone a vosotros el deber,
mientras escucháis, de ejercer una cierta disciplina intelectual para resistir
la tentación de oírlo como un juicio de valor. Porque, como dijo Heidegger una
vez, la propia apertura de uno es el rechazo a entender negativamente lo que es.
(2)
La televisión, como decimos,
se adueña del espectador. Ahora tenemos que preguntarnos qué le hace una vez
que está bajo su control. Voy a exponer cinco aspectos centrales que conforman
el mundo interior del fenómeno de la televisión o de las metas hacia las cuales
se dirige esta máquina psicológica. La primera cosa que debemos señalar es que
bombardea al espectador con imágenes. Este hecho podría ser titulado como
"desarraigo". Es inherente en la naturaleza de la televisión que hay
un cambio y un flujo constante de imágenes. Una imagen persigue a la siguiente.
Uno no puede quedarse en una imagen durante un poco más de tiempo, ni se puede
volver atrás, como en un libro. Hay nuevos estímulos todo el tiempo (incluso
aunque algunas imágenes, como por ejemplo algunos anuncios, se repitan una y
otra vez, el vaivén y la sucesión constante de imágenes se mantiene). La
televisión, así, no da pie al paladeo. La televisión es, por definición,
inquieta, siempre corre hacia adelante. Cada segundo debe ser consumido. Saltando
apresuradamente de una impresión a la siguiente, parece querer convertir a la
consciencia en una consciencia flotante. No hay nada para ser asimilado,
sumergido en la profundidad del alma y enraizar ahí. La televisión no permite
la meditación, la valoración ni la reflexión.
Una parte muy importante de
la televisión son las telenoticias. La lógica de la televisión es tal, que
tiende a intentar hacer llegar las noticias al espectador tan rápido como sea
posible, idealmente de forma instantánea, casi mientras los hechos están
ocurriendo ("en directo"). Se supone que el espectador tiene que
tener la impresión de estar presente en la escena, donde está la acción. Esta
es también la razón por la cual las actuaciones en directo y las declaraciones
presenciales son tan importantes. La televisión, podríamos decir, sirve al
momento, sirve al propósito de la inmediatez, de la presencia absoluta. Pero
como cada momento queda inmediatamente obsoleto y cada noticia caduca al
momento siguiente, la televisión necesita constantemente nuevas noticias,
nuevas cosas que retransmitir, nuevas imágenes que difundir.
Otro aspecto que viene a
colación en este contexto es que en los programas de debate, por ejemplo, el
moderador tiene que interrumpir a los participantes después de cierto tiempo
hablando, porque existe la regla de que ninguna exposición debe ser más larga
que el lapso de atención del espectador corriente. Así, la televisión favorece
la aportación rápida y puntual, incluso la afirmación tipo lema, no el desarrollo
cuidadoso y la discusión de un argumento.
Ahora veamos cuáles son las
implicaciones de este hecho. La primera implicación es que la televisión es, si
puedo decirlo así, "anticonceptiva". Tenemos estímulos de forma
masiva, pero debido a la compulsión de siempre acelerar, este estímulo no puede
asimilarse. El propósito inherente de la televisión (es decir, el propósito
objetivamente inscrito en su estructura, no un propósito que la gente le asigne
conscientemente) es presentar las cosas de manera que se evite su
"concepción", es decir, el tipo de verdadera recepción que permite
que lo que ha sido recibido sea psicológicamente apropiado por la persona que
lo recibe, y que se vuelva enteramente de esta persona, de manera que él o ella
pueda quedar preñado con ello. No facilita que las imágenes reposen ni que el
espectador establezca una relación de interioridad para con ellas, que les
encuentre sentido y que las integre en su visión del mundo y su existencia.
Obviamente, no hay intención de que las impresiones sean absorbidas y
digeridas. No hay tiempo para la maduración.
Esto, a su vez, significa que
los contenidos que vemos en la televisión tienden a permanecer desvinculados,
esencialmente elementos alienados, afuera, externos al ser humano y que el
espectador humano, de forma correspondiente, se mantiene esencialmente, es
decir, lógicamente, como un observador externo. Cada imagen es el mero hecho o
evento de su propio acontecimiento, el "evento" táctico no se
convierte en "experiencia" en el sentido en el que James Hillman usa
esta expresión en Re-Imaginar la Psicología (3). La aparición de esta
imagen y después la siguiente y así sucesivamente es todo lo que hay, ahí es
donde debe detenerse lo que está pasando: no se supone que la transmisión de
imágenes deba penetrar a la audiencia. Los eventos deben permanecer como
eventos; no deben volverse con alma, humanizarse, porque al alma no le está
permitido procesarlos y añadirse ella misma a estos eventos para poder
enriquecerlos. La palabra moderna para este tipo de estímulo que permanece y
debe permanecer como una impresión externa no integrada es información.
La información, en sentido moderno (4), está esencialmente alienada de
la gente, y la gente está alienada de ella. La "información" es en sí
misma, más o menos por definición, algo sin vida, esterilizado, muerto; la
información es cuando un contenido se encapsula en sí mismo y queda aislado de
modo que en esta forma empaquetada pueda ser empleado como una unidad
autocontenida sin peligro de que nos pueda infectar o impregnar.
He mencionado que las
retransmisiones en directo son de vital importancia para la televisión. Esto es
así por la esterilidad inherente a la información. La idea abstracta de la
presentación en vivo tiene el propósito de compensar su falta de vida y su
desconexión lógica. "En directo" implica: estar presente en el mismo
instante en que la acción ocurre. En alemán: dabeisein, estar ahí, en el
punto preciso. Se puede ver inmediatamente cómo esta idea es el exacto opuesto
de una idea mucho más antigua de presencia, presencia en el sentido de
epifanía. La presencia de la retransmisión en vivo implica nuestra
presencia humana en el lugar y el momento, justo en el mismo instante en
que algo ocurre. Por contraste, la presencia epifánica significaba que una verdad,
un aspecto de la profundidad del ser, puede que incluso una divinidad, se hacía
presente, y esto significaba también abrirse y revelarse a sí misma a
una persona humana o una comunidad. Esta presencia era, así, una visita, una
intrusión en la esfera humana, un ser introducido por la realidad que se
manifestaba por sí misma y por tanto ser alterado por ello.
El hecho de que a menudo
tales experiencias fueran expresadas con imágenes de unión sexual (como, por
ejemplo, en el misticismo), y a veces incluso con imágenes del resultado de un
embarazo (por ejemplo, el dios griego Zeus teniendo hijos con muchos muchos
seres humanos), muestra que tal presencia implicaba también una germinación o,
usando una palabra más psicológica: una iniciación. Una epifanía era siempre
una llamada a aquellos que la experimentaban para ser iniciados en el
significado interior del aspecto de la realidad que se había manifestado. La
presencia en el sentido de la retransmisión en directo, por contra, significa tan
sólo una presencia física abstracta: dos cosas al mismo tiempo en el mismo
punto del continuo espacio-tiempo de la física, que se puede describir en
última instancia en términos matemáticos. No hay revelación, no hay
penetración, no hay contacto. Sólo una yuxtaposición abstracta.
La idea de los programas o
las actuaciones en directo cobra importancia sólo en un tiempo en el que el
estímulo es definido a priori como información. La esterilidad de la
información debe ser compensada por la "directicidad" de la
presentación, porque "en directo" parece estar relacionado con
"vida" o "vivo". Pero sólo lo parece. Al igual que la
yuxtaposición abstracta en el sentido físico del tiempo, es en sí mismo
tan estéril como la información. Por contra, si uno lee un gran libro escrito
quizás hace cientos de años, esto, por supuesto, no es un acontecimiento
"en directo", pero lo que está escrito ahí puede volverse vivo y
estar realmente presente para uno. La necesidad de las actuaciones en directo
es un indicio de que, como hijo de la sociedad de la información
anticonceptiva, uno ya no se enriquece o es animado por la presencia en el
sentido antiguo del término.
Por supuesto, como este
sentido de presencia es en sí mismo sin vida y se refiere a nada más que una
yuxtaposición, la idea de la retransmisión en vivo no es una gran compensación
por la falta de vida de la "información". Por lo tanto, para
procurarle una apariencia de vida a la idea por así decirlo matemática de
presencia, se necesita una segunda compensación: a través de la incitación de
las emociones fuertes. Excitación, suspense, emociones fuertes: por supuesto,
¡esto tiene que ser vida! Las imágenes retransmitidas deben ser de una calidad
tal que estimulen a la gente a nivel emocional. Pero repito: estas emociones
fuertes son el exacto opuesto de las experiencias epifánicas. Las emociones y
los afectos son esencialmente auto, o ego-céntricos, incluso autísticos. Son
simplemente "hechos naturales", no experiencias "humanas".
Primariamente, le hacen regresar a uno otra vez hacia sí mismo, le hacen
sentirse intensamente uno mismo, sentir los movimientos y pasiones en su
cuerpo. No son intersubjetivos, no son el acontecer de una conexión o relación
con algún Otro, en tanto que ese Otro que los ha causado queda reducido al
estatus de mero estímulo originador de la respectiva emoción.
Es exactamente como ocurre
con las drogas. El adicto no las usa para poder establecer una relación con la
droga (como hace, p. ej., el conocedor del té o del vino, que realmente quiere
saborear el té o el vino, estableciendo así una relación con
ellos); la droga es un mero instrumento para que el adicto tenga su subidón. La
intensidad de su estado emocional va de la mano con su estar totalmente cerrado
en sí mismo. Esta es la razón por la cual las emociones son tan abstractas,
pero también la razón por la cual también ocultan tan bien su
abstracción, de manera que se da la impresión de lo contrario, la impresión de
vida real y concreta, de conexión, de presencia y demás.
Así, tenemos las imágenes
televisivas o impresiones como "información" autocontenida; y tenemos
a la persona autocontenida en sus emociones privadas; y tenemos la
retransmisión "en directo", que pone a esa persona y a un evento
juntos de forma abstracta en una presencia sólo literal o física: una situación
de completa alienación. Los tres aspectos están inmunizados entre sí.
Pero el ser humano está
alienado también de sí mismo, de su alma. Tenemos que darnos cuenta que
la televisión induce incluso a una especie de auto-renuncia, una auto-renuncia de
facto que es objetiva o estructural, no intencionada de forma consciente.
La gente es seducida a ver todo tipo de programas, algunos de los cuales son
deleznables, y los ven con honor, o mejor, con religiosidad. El aparato de televisión
puede ser comparado en algunos aspectos a lo que antaño fue un altar y el acto
de mirar la televisión a lo que fueron las plegarias diarias. Uno tiene
que dar un paso atrás para poder ver esto. Esta comparación no se sostiene si
intentando percibir la similitud uno mira desde fuera las actitudes subjetivas
de la gente (ego-personalidades) en ambos casos, pero sí se sostiene si se mira
lo que sucede objetivamente y se lo ve desde dentro. El individuo se postra
devotamente frente al altar de su televisor y sacrifica su tiempo, atención y
sentimiento a los programas a menudo más estúpidos. Lo afirmo: ver la
televisión realmente no es el deseo de la gente. Más bien, han sido
seducidos. Objetivamente, es una adicción y, como tal, un servicio involuntario,
incluso si subjetivamente la gente cree que lo está haciendo por
su propia y libre voluntad y por placer. Hay mucha más dedicación objetiva, no
subjetiva, hay mucha más entrega de uno mismo al flujo constante de impresiones
externas que vienen del aparato de televisión. Es una auto-renuncia
inconsciente e irreconocida.
En las verdaderas religiones
y cultos, la propia devoción auto-abandonadora era dedicada a alguna deidad.
Como tal, era a su vez recompensada por la profunda satisfacción del alma y el
consiguiente enriquecimiento del sentimiento de propiedad y completitud. Tal
enriquecimiento a un nivel profundo o del alma no se da con la televisión. No
puede darse ahí porque las imágenes, a través del estímulo de las emociones,
nos encierran auténticamente en nosotros mismos en vez de conectarnos
con algún Otro. Al contrario, después de ver la televisión la gente a menudo se
queda con un sentimiento de vacío, de haber sido drenados o vaciados, pero
incluso si no tienen conscientemente esta reacción, el fenómeno de ver
la televisión muestra que este agotamiento o privación forma parte de su misma
estructura.
Como he dicho más arriba, la
televisión es adictiva. Tal como ocurre con las drogas, no hay generalmente una
plenitud real, sino como mucho sólo un momentáneo "subidón" que, de
todas formas, simplemente le deja a uno deseando más. La televisión aparta a
las personas de sí mismas, lejos de su alma, de su sí mismo, y haciendo que se
abandonen a las impresiones externas que les son presentadas en la tele les
establece en el ego abstracto. La palabra para designar este fenómeno es
"entretenimiento" (que es el correlato de "información").
Este fenómeno del "entretenimiento" no existía antes, ni en ninguna
cultura tradicional, es completamente nuevo. ¿Cuál es el significado y el
propósito oculto y psicológico del "entretenimiento"? "Matar el
tiempo". La necesidad de entretenimiento es la necesidad de matar el
tiempo. Obviamente, hoy el tiempo es algo que hay que matar. No puede
haber una presencia plena, ni una plenitud temporal. ¿Y cuál es el significado
profundo de la necesidad de matar el tiempo? Es la necesidad de huir de uno
mismo y del alma y de encapsularse exclusivamente en el mundo del ego.
Otro aspecto de alienación
aparece si consideramos el hecho de que es inherente a la televisión su
compromiso con la presentación de imágenes constantemente renovada y cambiante.
Algunas imágenes se pueden repetir, pero debe haber un flujo constante y rápido
de ellas. La televisión está gobernada por la misma lógica que encontramos en
el compromiso de nuestra civilización tecnológica con la innovación, con la
consecuencia de que nuestra civilización tiene, por necesidad, el carácter de
una sociedad de usar y tirar. Todo lo que producen nuestras industrias se produce
con la idea de que ello se convertirá en residuos a ser eliminados. En las
sociedades avanzadas se invierte mucho pensamiento en la cuestión de cómo
producir bienes de tal manera que puedan ser usados de la manera más eficiente
y menos nociva más adelante. Por lo tanto, antes que se fabriquen, ya son
concebidos como desecho y como—imaginalmente—reciclado. La fecha de caducidad
viene antes de la producción, por decirlo así. Imaginalmente, el producto ya ha
sido usado. Esta característica recuerda a la necesidad de matar el tiempo de
hoy en día. Producir algo ya no significa librarlo a una presencia perdurable,
disfrutar y quedarse con su presencia. Imaginalmente, su presencia ya es
superada. Y especialmente si se compra un ordenador, uno se da cuenta a menudo
que en el momento en que lo ha instalado y se ha acostumbrado a él, ya está
caducado. La fuertísima dinámica de pasar siempre a nuevos niveles es inherente
a nuestro tiempo, una dinámica de sobrepasar lo que se ha conseguido hasta
ahora y, de esta manera, ir dejando todo lo presente como obsoleto. Esta
poderosa tendencia hacia el cambio es, a mi entender, también visible en el
incesante cambio de imágenes de la televisión.
La necesidad de cambio y
flujo rápido va de la mano con la compulsión de la vida moderna de inventar
nuevas ideas, cosas verdaderamente novedosas, con producciones avant garde,
estilos y modas que sean completamente diferentes a todo lo conocido hasta el
momento, una compulsión que a menudo se expresa en la necesidad de hacer algo
fuera de lo ordinario, incluso de ser chocante. Todas estas tendencias
contrastan con el tipo de cultura que era determinada por las tradiciones. Las
tradiciones deben ser preservadas. Es esencial en tales culturas que uno,
además, haga las cosas de la misma forma en que se han hecho siempre. La fiel
repetición de lo mismo, no el movimiento apresurado de una cosa a la siguiente,
la siguiente, y así sucesivamente. La conservación de lo que han legado los
ancestros entra en total oposición con la necesidad de innovación y el
constante flujo de imágenes siempre nuevas de la televisión. Y, por supuesto,
abrumando al espectador con una marea de impresiones siempre nuevas, la
televisión lo arranca de la tradición. El fenómeno de la televisión como tal es
un instrumento para socavar la tradición, para liberar al hombre moderno de su
incrustación y arraigamiento en una tradición, para destruir la fuerza
vinculante de lo que quede del mito, del ritual, de valores y de significado, y
así también para arrancarlo de sus propios instintos. En su lugar, lo libera al
cambio, la innovación, al estímulo siempre nuevo como fin en sí mismo y
no, por ejemplo, con el fin de la mejoría.
Para ello es muy importante
darse cuenta que en la cultura moderna la innovación se da por el bien de la
innovación misma. De la misma manera que la economía está sujeta al
crecimiento porque el crecimiento continuo es el principio de la vida
económica moderna, así hoy, el cambio y la innovación son principios o fines en
sí mismos. Especialmente en la televisión uno puede ver que la presión para
producir más y más programas no significa programas cada vez mejores.
Ya he mencionado que el
telespectador se da a sí mismo devotamente a la multitud de impresiones que se
le presentan. Este auto-abandono podría llamarse también auto-exposición. Pero
"auto-exposición" podría tener diferentes sentidos. Puede significar
abrirse uno mismo a una nueva experiencia, a una nueva verdad, como en un
proceso de iniciación, en el que uno se permite ser alcanzado por una verdad,
incluso hasta ser "bautizado" por ella. Este no es el sentido de
auto-exposición que se aplica al caso de la televisión. Cuando uno mira la
televisión, se expone a sí mismo al flujo de impresiones más en el sentido de
la expresión alemana Berieselung (literalmente, aspersión, pero
figurativamente: sujeción constante a), como por ejemplo la Berieselung
con la música que en los Estados Unidos se llama "música enlatada" o
Muzak, la música sinfín de los centros comerciales que se supone debe hacer que
los potenciales clientes entren en una buena predisposición para comprar. Mucha
gente se siente expuesta a esta música de tal manera que se sienten molestos y
la rechazan, intentan cerrarse ante ella porque no quieren ser manipulados y
forzados a escuchar música que no han escogido o que no les apetece oír. Ahora
bien, mirar la televisión es diferente porque normalmente uno lo hace de forma
voluntaria. Uno mismo enciende la televisión, así que normalmente no hay
ninguna molestia o rechazo interno. Pero de todas formas, la propia
auto-exposición a lo que dan en la televisión tiene el carácter de una Berieselung,
porque más que un efecto de apertura del yo más íntimo de una persona a lo que
está experimentando, la televisión suele tener un efecto dopante. El yo se
cierra. Más que agudizar la mente y los sentidos, los oscurece, a veces incluso
literalmente arrullando a la gente para dormir. Mucha gente se queda dormida
viendo la televisión y se despiertan horas después frente a un programa
completamente diferente o frente a una pantalla de ruido blanco.
Por supuesto, también pueden
haber programas críticos en la televisión que nos alerten de las injusticias de
la sociedad o de otros problemas de los que no nos hayamos dado cuenta,
programas que en este sentido le hacen a uno consciente de las cosas que
andan mal en el mundo. Pero esto es sólamente lo que la televisión puede hacer
en el nivel de contenido de los programas. La televisión como tal, como
la lógica de este medio, no hace a sus espectadores más conscientes. No invita
por sí misma al pensamiento atinado, a la observación aguda o a un estado de
consciencia intensiva. Tiene un efecto hipnótico.
Un pequeño ejemplo: ha
ocurrido muchas veces que he querido ver el parte del tiempo, lo he visto, y de
repente me he dado cuenta de que ya se había acabado y no lo he entendido. La
información estaba allí, pero incluso mientras lo estaba viendo, no me llegaba;
más bien me inducía a quedarme en mis propios pensamientos. Esto tiene que ver,
por supuesto, con lo que hemos dicho sobre la esterilidad de la
"información". En algunos hogares, la televisión no se enciende para
ser vista, sino simplemente para crear sonido de fondo mientras uno hace otras
cosas. De forma parecida a la Muzak, la televisión está ahí para hacernos
inconscientes; para darnos estímulos constantes. ¿Por qué?
A veces, cuando varias
personas se juntan y se enzarzan en una buena conversación, ocurre que de
repente hay un momento de silencio, un momento en el que nadie habla. En
alemán, después de un momento así, se dice: "Un ángel acaba de pasar por
la habitación". En la antigua Grecia, uno podría haber dicho, de forma
similar, que en tales momentos Hermes, el mensajero de los dioses, se había
manifestado. Tanto los ángeles como Hermes median entre los dioses y los
humanos. Tales momentos de silencio no planeados, momentos en los que la gente
como ego dejaba de hablar, eran percibidos como aperturas o agujeros en el
ego-tiempo, agujeros que como tales eran vistos como potencialidades (sólo
potencialidades) para conectar con otra esfera más elevada o profunda, otra
esfera más allá de lo humano, demasiado humano. Obviamente, la idea era que en
el silencio de dichos momentos podía haber un mensaje de esa otra esfera. Así
que si la televisión tiene que proveer un input constante, podemos sospechar
que el propósito de ello es evitar que se den momentos de silencio y
tranquilidad. El flujo de imágenes constante de la televisión, tal como ocurre
con la Muzak y el sonido de fondo de los walkmans, etc., tiene el propósito de
tapar preventivamente con un estímulo incesante cualquier agujero que se pueda
dar en el tiempo, para así garantizar la continuidad ininterrumpida del
ego-tiempo.
Aquí podemos recordar lo que
decíamos antes acerca de la naturaleza seductiva y adictiva de la televisión.
Como institución social, la televisión tiene la función de una droga. La única
diferencia con otras drogas como la marihuana o la heroína es que no es vista
como tal y que, en algunos países, está incluso financiada por el Estado. En mi
opinión es sin duda ingenuo ver a la gente que ha sucumbido al alcoholismo o al
abuso de la medicación o las drogas como enajenados. No hay gran diferencia
entre ellos y la mayoría del resto de la gente en la sociedad. Es toda la
sociedad moderna en su conjunto quien suplica ser drogada. La necesidad de
estar drogado es una de las fuerzas más poderosas en la sociedad actual. Los
adictos literales pueden ser vistos como aquellos pocos de la sociedad en los
que la naturaleza patológica de la necesidad general de la
sociedad de algún tipo de droga se vuelve visible para todo el mundo.
Deberíamos estar agradecidos a los adictos, porque el verlos podría ayudarnos a
darnos cuenta de una patología subterránea de la psique colectiva a gran
escala. La televisión es una gran droga para las masas, aunque no sea
reconocida como tal y sea más aceptable socialmente. Las ideologías y el
fundamentalismo (en todas las diferentes variedades en las que se presenta) son
otro tipo de drogas muy diferentes.
Así que la televisión es una
máquina que nos aliena también de lo que en este siglo se ha llamado el
inconsciente, especialmente del inconsciente colectivo en el sentido de C.G.
Jung. En los 60 y los 70, se decía a menudo que drogas que "expandían la
mente". Si uno sólo mira a los efectos inmediatos de drogas como el
LSD, entonces llamarlas así está justificado. Pero cuando uno tiene en cuenta
su significado social a gran escala, tal calificación es poco aclamadora. No,
no se usan con el propósito de expandir la mente, sino para tener más
estímulos, estímulos intensivos e impresionantes. Los que quieren más estímulos
y emociones más fuertes sirven psicológicamente a la función de desviar y
opacar la mente, no de expandirla. La verdadera expansión de la mente requiere
concentración, vacío y silencio, no ser inundado por impresiones.
Quizás hay otra
característica de la televisión que va de la mano con su función como
instrumento estupefaciente. Estoy pensando en la tendencia a tener programas
cada vez más tontos e infantiles en la televisión, no sólo programas que yo
considere tontos, sino también aquellos que quieren y están diseñados para ser
tontos, programas explícitamente sin sentido que sin embargo son disfrutados
por mucha gente. Me pregunto si hace cien años o más la gente habría disfrutado
o como mínimo aceptado tales programas, y me inclino más bien a pensar que se
habrían sentido insultados, por no mencionar que los habrían visto como una
pérdida de tiempo. A parte de esos programas explícitamente sin sentido, uno
puede también notar una tendencia en muchos otros programas a volverse más
triviales, más simples e infantiles. ¿Qué pasa cuando millones de personas son
alimentadas con tales cosas? ¿Podría ser que la televisión también tuviera la
tarea no explícita de inducir a la población a lo que uno podría llamar un
atontamiento sistemático, una rebaja del niveau mentale cultural? La
tarea de atontamiento creciente se podría ver como un refuerzo para el efecto
opacante y estupefaciente general que tiene la televisión y, como he dicho, se
supone que tiene que tener.
Pasando de la pregunta de
cómo afecta la televisión a los espectadores a la pregunta de qué le hace al propio
material que ella presenta, quiero hablar acerca de la función de
externalización de la televisión, que a su vez tiene varios aspectos. Uno de
ellos es el movimiento desde el contenido o la sustancia a la forma externa.
Los trucos técnicos del procesamiento de la imagen posibles a través del
ordenador son cada vez más importantes. Gran parte del esfuerzo de la
publicidad en televisión (pero también en otros lugares) se invierte en el
perfeccionamiento técnico de la imagen. El contenido es a menudo sólo el
material o la ocasión para demostrar las asombrosas posibilidades técnicas que
tenemos hoy en día. Toda la pasión se invierte en el diseño y el envoltorio; el
contenido y el significado son relativamente poco importantes. El diseño y el
envoltorio de los contenidos parecen tener una mayor prioridad que los a menudo
triviales contenidos mismos. También podríamos hablar de un proceso de
estetización. Lo que algo sea o signifique no es lo principal, sino la estética
que tenga, la impresión externa que cause, su carácter como imagen.
Hay diferentes realidades a
las que llamamos imágenes. Las imágenes en los relatos mitológicos, por un
lado, y las imágenes como imágenes televisivas o las que aparecen en la
publicidad, por otro lado, son mundos aparte. En la imagen de televisión y
publicidad el contenido se funcionaliza o instrumentaliza con el propósito de
algún efecto. No sólo estoy pensando en el hecho obvio de que en un último
análisis el contenido, por ejemplo las películas o los espectáculos, es, desde
el punto de vista de la institución televisiva, nada más que el anzuelo
necesario para hacer que la audiencia vea los anuncios; en otras palabras,
aquello sobre lo que la televisión va real y exclusivamente (aunque el
espectador corriente de televisión lo vea ingenuamente de forma totalmente
contraria). Es más importante aquí que incluso mucho más allá de los anuncios,
el contenido de la televisión como tal, como imágenes televisivas, se vuelve
indiferenciado e intercambiable. Es usado para el propósito ulterior del éxito
del espectáculo o de la presentación. Ser usado aquí también significa ser usado
y tirado, consumido, evaporado. El contenido ya no tiene su dignidad y
significado en sí mismo. No es más que combustible para el efecto estético o
emocional que se tiene que producir. De esta forma, la televisión trabaja
continuamente en el vaciado incesante de todos los valores y todo lo que sea
sustancial. El contenido se vuelve abstracto, o dicho de otra forma, se abstrae
o se aliena de su propia sustancia interna y sólo cuenta como un estímulo. A lo
mejor se podría llamar a este proceso la digitalización o automatización de
todo el mundo de ideas, valores y significados. Todo ello se vuelve, de alguna
manera, "bits" y "bytes" para ser usados ad libitum.
Ya no son parte de un contexto más amplio, parte de un cosmos de significados.
Como nos dice la filosofía francesa contemporánea: el tiempo de las grandes
narraciones se ha acabado.
El consumo de contenidos para
crear una impresión a su vez implica una cierta desrealización de los
contenidos. Esta desrealización puede verse más claramente en los noticiarios
de TV, en los que los reportajes sobre catástrofes, tornados, lluvias
torrenciales, avalanchas, adoptan carácter de videoclip, de show, un
espectáculo que parece orquestado para el entretenimiento de la audiencia y el
ensalzamiento de sus estímulos emocionales. Apenas hay diferencias entre las
imágenes de tan catastróficos eventos en los noticiarios de la televisión y el
mismo tipo de imágenes en películas acerca de catástrofes. La diferencia de que
en el último caso las imágenes recreadas son producidas por los cineastas y que
en el primer caso son causadas por la naturaleza no se puede ver. Las imágenes
de acontecimientos reales son incorporadas, absorbidas por la imagen y el mundo
de las películas y sus "efectos especiales". La realidad pierde su
carácter de realidad y se vuelve un elemento en realidad virtual, en el
ciberespacio. En este sentido, las atrocidades sólo sirven para salpimentar los
a menudo bastante aburridos noticiarios. Los verdaderos peligros y las amenazas
tienden a ser percibidos como escenas divertidas de películas de terror.
El punto hasta el cual la
percepción de la realidad ha sido subyugada por el ciberespacio se puede leer
en una faceta de la actual guerra llevada a cabo por la OTAN en Yugoslavia.
Durante muchas semanas esta guerra ha consistido únicamente en ataques aéreos.
La razón de esto no es que sea, desde una perspectiva militar, la manera más
eficiente de obtener resultados. No, está claro que los ataques aéreos son
militarmente insuficientes. La razón principal por la cual la OTAN se limita a
los ataques aéreos es que los políticos de los países de la OTAN están muy
presionados por la opinión pública para que esta sea una guerra
"limpia" sin víctimas, sin pérdida de vidas, especialmente del lado
propio. Si de repente se dieran muertes reales, que un hijo o un marido, un
pariente o vecino murieran en la guerra, esto haría explotar la burbuja de la
calidad de película o realidad virtual con la que es percibida la realidad. Y
esto no debe ocurrir. Una manera de describir la diferencia entre realidad
virtual y verdadera realidad es esta: la verdadera realidad se caracteriza en última
instancia por el hecho de que en situaciones extremas se considera
necesario y vale la pena arriesgar la propia vida, y esto significa la posibilidad
de morir por los principios y la tradición por la que uno vive, mientras que en
la realidad virtual no hay nada por lo que valga la pena morir.
He expuesto hasta ahora el
proceso de externalización en el que se emplea la televisión concerniente a los
contenidos individuales con respecto a su carácter lógico o aspecto formal.
Pero también se aplica a la parte semántica de los contenidos que se presentan
en televisión. Hay algunos espectáculos determinados en los que individuos son
invitados a confesar, frente a las cámaras y la audiencia, aspectos de su vida
que en otras circunstancias habrían sido considerados absolutamente personales
e íntimos, tales como preferencias sexuales, perversiones, actos criminales,
problemas psicológicos, etc. La televisión invita a una auto-exposición
desinhibida, a una auto-exhibición. Lo privado se abre a todo el mundo, se hace
público, se muestra ante una audiencia y ante la masa anónima de
telespectadores. Este fenómeno es el trabajo del alma en la destrucción sistemática
de la noción de algo "interno", del mismo sentido de interioridad,
del sentimiento de vergüenza, y con respecto al previo sistema de valores es su
absoluto opuesto. Las cosas se vuelven del revés. La divulgación y el autobombo
son el nuevo lema. La meta última es un mundo que sea exclusivamente
superficie, cuando antes había una diferencia entre una superficie y una
profundidad oculta.
La noción de superficie me
lleva a otro aspecto de la televisión, su "sensacionalismo", como me
gusta llamarlo. Uso este término tanto en su sentido habitual como en un
sentido más filosófico. En otras palabras, me refiero retrospectivamente a los
dos sentidos de "sensación", el de la esfera de la percepción
sensible, los datos sensibles, las impresiones sensibles, por un lado y a
aquello que causa gran alboroto o excitación, por el otro. La televisión está
absolutamente dedicada a los sentidos y a lo sensorial. Ya hemos hablado acerca
de la calidad de la imagen de TV como estímulo y acerca de la inundación de la
consciencia con inputs, lo cual significa nada más que con datos sensoriales. Lo
que la televisión ofrece como el tipo de medio que es son impresiones y más
impresiones. La televisión es una máquina para producir estímulos sensoriales.
Este es el primer significado de su sensacionalismo.
El otro significado tiene que
ver con el hecho de que la televisión está obligada a capturar la atención de
la audiencia. Ya hemos hablado de la dictadura de las estadísticas e índices de
audiencia. Para llegar a la audiencia y hacer que se quede viendo la TV después
de años de verla, los productores de los programas o de anuncios tienen que
inventar efectos siempre renovados, ingeniosos y sorprendentes. Cuanto más
sorprendentes, emocionantes y sensacionales, mejor. Siempre se necesitan nuevos
superlativos, como en la alta competición deportiva se necesitan siempre nuevos
récords. En general, la televisión intenta ser emocionante, y esta es la razón
por la cual tenemos tantos thrillers y películas de acción. De película
en película, la acción tiene que volverse más rápida y peligrosa, con más
escenas de desnudos y sexo atrevido. Para resumir, esto significa que la
televisión está diseñada para apelar a los afectos de la gente y a sus
más bajos instintos.
La imagen que emerge del hombre
cuando uno reconstruye la contraparte a partir de las emisiones de televisión y
de aquello a lo que apuntan estas emisiones es la imagen de un hombre
constituido exclusivamente de afecto, emoción, un hombre como receptor de
estímulos sensitivos. La mente, la razón o el espíritu no ocupan ningún lugar.
Mientras que durante miles de años siempre se había considerado necesario
elevarse por encima de las emociones y de la esfera de la mera sensación hacia
el reino de las ideas y el espíritu, la máquina psicológica que llamamos
televisión tiene la función de encapsularnos aún más profundamente en lo
emocional y confinarnos a la sensación.
Pero aquí uno debe permanecer
alerta. ¿Son realmente los sentidos lo que la televisión celebra, los
sentidos en el sentido completo de la palabra? Como en la imagen de más arriba
tenemos que distinguir la esfera de los sentidos tal como fue constituida en
tiempos pasados de la manera en que es real en el contexto de la televisión. No
es una coincidencia lingüística que tradicionalmente la palabra
"sense" ("sentido") en inglés y de forma parecida
"Sinn" en alemán tengan dos sentidos casi contrarios. Por un lado,
sentido se refiere a los sentidos y a lo sensorial, pero por otro lado uno
también puede decir "esto tiene sentido" si se quiere dar a entender
que algo es razonable. Así, el antiguo significado de sentido era concreto
porque siempre implicaba la relación entera entre lo sensible o sensorial y la
mente o la razón, incluso si uno quería hablar predominantemente sobre sólo uno
de los lados de esta relación. Lo sensorial y lo racional eran quizás como las
dos caras de una moneda, inseparables en última instancia, aunque sólo pudiera
verse una cara a la vez. Lo sensible o lo sensorial eran experimentados en
última instancia como al menos potencialmente, o imperceptiblemente,
conteniendo dentro de ellos mismos su opuesto, un núcleo racional o ideal, y
comprensiblemente, ya que lo sensible es después de todo una vía de acceso a lo
real, una manera de establecer contacto con lo real. Pero la sensación hacia la
cual la televisión tiene que arrastrar a la gente es diferente. Es abstracta,
vaciada de conexión con una idea o contenido. En filosofía, la escuela de
pensamiento llamada sensualismo operaba con una idea de datos sensitivos
primarios que era abstraída del fenómeno real de la experiencia. Los datos
sensitivos puros son una fantasía, una idea irreal. En la realidad no son
accesibles como tal. Pero el tipo de sensación que trae la televisión tiene que
ser comprehendida como esta abstracción hecha verdad, realizada.
La televisión es el trabajo en el proyecto de volver algo imposible posible:
por así decirlo, debe realizar la idea de una moneda que no tiene otra
cara, realizar una sensación absoluta, una que no es la otra cara de una
ideación o una razón. El nombre correcto para ello es simulación.
La televisión tiene la tarea
de establecer la simulación como la nueva forma de verdad y realidad. ¿Qué es
la simulación? Es Schein, show, un mostrar, mera apariencia como
un fin en sí mismo, es decir, una apariencia que por definición ya no quiere
ser la apariencia de algo. Quiere ser apariencia por pura apariencia. La
simulación es lo sensible como auto-suficiente, no como signo de algo real. Es
positividad (un sentido de realidad positivizado o positivístico), pero sólo como
virtual. La sensación a la que apunta la televisión es, por tanto, la
auto-contradicción de una sensación desensualizada, una sensación desprovista
de lo sensual y sensitivo. No la sensualidad rica y preñada del momento
completo, no la sensualidad con la que algo real se da a sí mismo una presencia
sentida, sino la pura y simple sensorialidad vacía y desnuda. El tipo de
sensación en el sentido de lo que nosotros llamamos simulación tiene
precisamente la tarea de reducir los sentidos y lo sensual a la absurdidad: a
la virtualidad.
Observando todos los aspectos
diferentes de lo conseguido por la máquina psicológica llamada televisión y
recordando particularmente lo que se ha dicho acerca de la importancia de las
retransmisiones en vivo, podemos decir ahora de qué va realmente la televisión.
La imagen que emerge es la de una máquina que tiene que acabar uno por uno con
todos los vestigios de la realidad y la existencia, de la existencia como tal,
de su lugar lógico anterior, de su contención y arraigo en algún significado o
verdad, en la eternidad, la infinidad, en lo absoluto o en una tradición—y, en
su lugar, transportarlo hacia el Ahora efímero y fugaz, el ahora en el sentido
de punto matemático abstracto en el continuo del espacio-tiempo.
Hoy, lo que cuenta es la
facticidad del ahora, su acontecer, el así llamado "happening" como
tal, no de qué trate ese ahora. Previamente, el presente tenía una
dignidad especial a causa de aquello que se hacía presente a sí mismo en él.
Ahora, el mismo perpetuo ahora, la absoluta vacuidad y abstracción de su
temporalidad positivística, es la única cosa importante y lo único que
puede dar un sentido de importancia. Toda substancia, contenido y
significado es continuamente consumido y, por así decirlo, ofrecido
sacrificialmente al ahora desnudo como combustible para el propósito de
celebrarlo y exaltarlo, al ahora, y a fin de instalar la existencia como tal en
este ahora como su nuevo fundamento.
Arriba he escrito que el
propósito psicológico oculto del "entretenimiento" es "matar el
tiempo". El ahora en el sentido de esta absoluta ahoridad abstracta es,
por así decirlo, el cadáver del tiempo; es lo que queda una vez el tiempo ha
sido matado. Matar el tiempo sirve al propósito de crear y establecer este
ahora vacío. Pero, por supuesto, matar el tiempo sólo puede ocurrir, a la
inversa, en el ahora. El ahora es a la vez la meta, el resultado y la
precondición de matar el tiempo. El ahora puede ser creado sólo dentro de sí
mismo. Es una situación urobórica.
¿Qué es lo que se mata cuando
se mata el tiempo? Es la plenitud del tiempo, su sustancia cultural, su
naturaleza cualitativa específica, las ricas asociaciones literarias,
artísticas, religiosas, filosóficas y biográfico-personal, las muchas
reverberaciones históricas y armónicos de lo que viene acompañado a cada uno de
estos momentos, en otras palabras: la memoria. El ahora del que
estamos hablando aquí es el tiempo despojado de todo ello de manera que sólo
quede la forma vacía de tiempo (el perpetuo ahora).
Pero, ¿acaso no es la
televisión un modelo de plenitud y riqueza? Aquí tenemos que ampliar lo que se
ha dicho más arriba acerca de la naturaleza de la imagen en el sentido
televisivo de la palabra. La predominancia de imágenes destruye nuestra cultura
escrita y, en última instancia, promueve el analfabetismo (tanto en sentido
literal como en sentido más amplio). Las imágenes establecen y favorecen la
inmediatez del ahora y descomponen los conceptos abstractos y las concepciones
o el conocimiento asentado en una argumentación racional compleja y en una
larga experiencia histórica, es decir, una experiencia de varias capas de
profundidad histórica. Las imágenes presentan lo que presentan como resultados
terminados, ya confeccionados y borran los largos procesos lógicos y
psicológicos que llevaron a ese resultado. De esta forma, desintegran la
memoria cultural.
Esta es también una razón por
la cual es altamente problemático interpretar la psicología como psicología
imaginal. Uno no debe dejarse engañar por el hecho de que semánticamente la
psicología imaginal trate de recuperar la memoria cultural refiriendo la
consciencia a antiguos mitos e ideas de todas las gentes. Este actuar
compulsivo semántico de la memoria cultural sólo oscurece el hecho de
que sintácticamente o lógicamente la psicología que define
su postura y método como imaginales está confabulada con el mundo de la
ahoridad de la televisión, legitimando y ennobleciendo la lógica de esta última
proveyéndola de una aparente profundidad cultural. La aproximación imaginal, a
pesar de su referencia a mitos honrados por el tiempo, elimina la profundidad
cultural del fenómeno porque yuxtapone, sin más, imágenes míticas desarraigadas
(u otros elementos de diversos contextos culturales) y hechos psicológicos
modernos en la temporalidad e inocencia de un ininterrumpido, omniabarcador
presente lógico, y sin mucho añadido hace reflejar el uno en el otro.
Sistemáticamente abstrae y filtra toda estratificación histórico-cultural y
todo el proceso de mediación histórica que funciona por medio de negaciones y
revoluciones.
La imagen es tan bienvenida
porque qua image (más allá de toda imagen mítica) parece venir
desnudada de toda referencia al respectivo lugar histórico concreto y al
específico estatus lógico de la consciencia que le dieron origen. Pero aparece
como desnudada sólo para la visión que restringe su percepción de ella a
su cualidad de imagen. Sin embargo, en realidad, los dioses y las ideas están Sitz
im Leben; están situados en un contexto cultural e histórico específico;
son respuestas a las preguntas concretas planteadas por sus circunstancias
históricas respectivas.
De la misma forma que las
paredes vacías de los museos están preparadas indiscriminadamente para recibir
cualquier cuadro que uno quiera colgar, y de la misma forma en que la
televisión opera con una pantalla que está indiscriminadamente abierta a cualquier
tipo de imágenes en su infinita secuencia y su diversa multitud, la
aproximación imaginal interpreta toda la diversidad de fenómenos, imágenes,
figuras divinas e históricas, ideas como, cada una a su tiempo, apareciendo y
saliendo de uno y el mismo estadio llamado "la imaginación".
El único criterio para la selección de imágenes míticas que se trae a colación
en un caso particular es su parecido imaginal. Lo que en el nivel semántico es
la multiplicidad politeísta y la temporalidad de la secuencia de imágenes es,
en el nivel sintáctico, sublado en el presente inalienable, en la simultaneidad
e indiferencia de este estadio concreto. Contrariamente a las apariencias, en
el punto de vista imaginal explícitamente politeísta, el monoteísmo no ha sido
superado de ninguna manera; simplemente se ha retraído del nivel semántico al
corazón interno, a la misma estructura, sintaxis o lógica de su postura. El
politeísmo de la psicología imaginal es, en sí mismo, un monoteísmo sublimado.
Si toda substancia es continuamente
consumida para que la existencia se instale en el ahora desnudo como su nuevo
territorio, podríamos decir, en lenguaje mitológico, que la televisión es una
máquina que tiene la función de recolocar, o de ayudar a recolocar, el alma en
un nuevo lugar o topos ¿Es accidental que en nuestro tiempo se haya dicho
(Barnett Newman): "Lo sublime es el ahora"? Esto, por supuesto,
implica que el ahora perpetuo como tal y nada más es lo sublime a partir de
ahora.
Para poner esta recolocación
del "alma" o de la existencia humana en perspectiva histórica, voy a
retrotraerme a una famosa historia de hace unos 2500 años, la Parábola de la
Caverna de Platón. Hay una caverna subterránea. En ella hay gente
que nunca han salido a la luz del sol y han estado atados desde su nacimiento
de tal manera que sólo podían mirar hacia la pared del fondo de la cueva.
Habiendo nacido allí y sin poder darse la vuelta, no saben siquiera que están en
una cueva ni qué hay detrás de ellos. Tras sus espaldas hay un fuego y entre el
fuego y la gente atada varios objetos van siendo transportados por delante del
fuego de manera que proyectan sus sombras en la pared de la cueva. La gente de
la cueva ve esas sombras, y para ellos las sombras son la única realidad, ya
que no conocen ninguna cosa real. Uno de los moradores de la cueva es liberado
y forzado a darse la vuelta, cosa que no quiere hacer porque la luz del fuego,
y después la del día y finalmente ver el sol lastima sus ojos. Pero una vez
acostumbrado a su brillo, ve el mundo real y reconoce que antes sólo había
podido ver sombras de sombras.
Platón quiere decirnos con
esta historia que el lugar inicial y ordinario de la existencia humana es la
cueva. Todos estamos atados a las impresiones sensoriales, a las meras
apariencias que en realidad no son más que sombras. Es necesario, piensa
Platón, ser apartado de esta fascinación primaria y ser volteado para pasar por
una estricta educación filosófica o a través de severas prácticas espirituales
a una percepción más profunda de la realidad. Para Platón, esta verdadera
realidad era el mundo de las Ideas o Formas, y este reino estaba simbolizado en
su parábola por el mundo de fuera de la caverna.
Durante al menos 2500 años,
la lucha básica del hombre occidental ha ido en la dirección del movimiento de
este cuento: alejarse de las sombras hacia la verdad real. Pero hoy, creo,
somos testigos del movimiento opuesto, el movimiento del alma hacia la cueva
con la intención de asentarse allí. La cueva de Platón nunca existió
literalmente. Era una ficción de la cual el hombre debía alejarse. Parece que
la lucha de hoy es dar por primera vez a esta ficción una realidad literal.
Cuando vemos la televisión en nuestras salas de estar, ¿acaso no nos hemos
convertido casi literalmente en habitantes de la caverna, contemplando las
imágenes que aparecen en la TV, las sombras del mundo real de ahí fuera? ¿No
estamos acaso, como si estuviéramos encadenados, cautivados por lo que vemos e
impedidos a liberarnos de ello?
Hace exactamente 60 años, en
la Exposición Universal de 1939, David Sarnoff, mientras hacía la primera
demostración de televisión en los Estados Unidos, predijo que un día la
televisión "traería el mundo al hogar". Sin duda, lo hizo y continúa
haciéndolo. Pero lo que Sarnoff no dijo es que el mundo, traído al hogar de
esta manera, queda reducido a sombras. No experimentamos las bombas
reales que caen en Serbia, sólo vemos las sombras de estas
bombas. El mundo traído al hogar: es el mundo encogido y proyectado en la
caverna de Platón; es la realidad reaparecida en el ciberespacio, traducida a
virtualidad. El ver la televisión es el ritual por el cual la consciencia es
constantemente adoctrinada en la nueva idea real de que el verdadero
lugar del mundo (¡de la aldea global!) está en la privacidad del hogar o, en
términos más amplios, que el lugar de la realidad como tal está en el
ciberespacio, y que la virtualidad o la simulación es la nueva forma de verdad.
Y la Televisión es la Gran Transformadora. Nos trae la transmutación del mundo
real. Ya ha revolucionado la política, ha cambiado el deporte, afecta a nuestro
sistema judicial…
Comencé con el tema del
incomprensible incremento de la violencia en nuestra sociedad, especialmente
por parte de niños y jóvenes, y el posible rol que la televisión juega en esto,
una violencia que es incomprensible porque no está causada por motivos
"normales", como la codicia, los celos, la furia, etc. Después de lo
que he expuesto aquí, estoy preparado para proponer una respuesta.
Subrayo: una. Tal problema tiene causas a niveles muy diferentes y en áreas muy
diferentes, personales y colectivas, biológicas y sociales, empíricas y
lógicas, y cada caso de un acto violento tiene que ser observado en su
individualidad. Así que no quiero dar la explicación. Sólo quiero
subrayar un aspecto que se me impone en el contexto presente.
¿Podría ser que los actos de
violencia irracional sean un intento por parte del alma nostálgica de liberarse
de la caverna y establecer un momento de realidad que no sea virtual, y un
sentido de verdad que no sea estimulación? ¿De qué otra forma, si no es
cometiendo el acto absolutamente indignante del asesinato, podría uno escapar
del ciberespacio—incluso si sólo sea por el ahora instantáneo y fugaz de
este acto? Porque no hay una salida permanente fuera del ciberespacio.
Notas
1. El 20 de Abril de 1999,
Dylan Klebold y Eric Harris (de 17 y 18 años de edad respectivamente) causaron
una masacre en los pasillos del Instituto de Columbine. En su revuelta, dejaron
13 muertos y 24 heridos antes de usar sus armas contra ellos mismos.
2. Martin Heidegger,
"Wozu Dichter?" in Holzwege (Frankfurt: Klostermann, 1972), p.
279.
3. James Hillman, Re-Visioning
Psychology [Re-Imaginar la Psicología], New York et al. (Harper
& Row) 1975, p.x.
4. Antaño, en la Edad Media,
esta palabra tenía un significado muy distinto. Era el nombre que se le daba al
acto de moldear la materia a través de la forma, que era
básicamente la tarea de Dios.